lunes, 20 de abril de 2009

POR UN PUÑADO DE CÉNTIMOS


      A mi padre le gustaba leer novelas del oeste. Leyó cientos de ellas: de Estefanía, Silver Kane, Zane Grey, Mallorquí…A veces pienso que pasaba casi tanto tiempo cabalgando por las praderas como en casa y, desde luego, mucho más en la cantina de algún pueblo reseco que en el bar de la esquina, donde sólo acudía ocasionalmente para echar una partida de tute o dominó. Donde sí íbamos a menudo era al estanco de la plaza. El estanco era un local reducido y mágico, en aquella estancia de apenas doce metros, los apaches cortaban cabelleras mientras los forajidos robaban ganado y la cantinera se volvía loca por un sheriff recién llegado. Cierto es que con ellos convivían maestras recatadas y jovencitas díscolas que se topaban con su príncipe azul, disfrazado de albañil o de pedante notario, pero esos mundos, a mi padre y a mí nos interesaban bien poco.
     “Niña, ¿te vienes al estanco?” Yo dejaba lo que estuviera haciendo, me ponía los gorilas y la trenca de paño y me pegaba a mi padre como si fuera su aliento. No le perdía de vista mientras mojaba el peine en agua y se peinaba hacia atrás, como Tyrone Power, ni luego, cuando se abrochaba uno a uno los botones del abrigo, despacio, porque mi padre lo hacía todo así, despacio, con una concentración tranquila y cálida. Yo para entonces pegaba botes de impaciencia, pero aún quedaban mi trenca y la bufanda.
      Salíamos por fin con las novelas en la mano. Eran novelas viejas, abarquilladas y amarillentas, con las portadas desvaídas y mates, y los soles que debían agostar el desierto estaban pálidos, como rostros sin sueño. Tanta herida era consecuencia del servicio de préstamo del estanquero, que por un puñado de céntimos, te permitía llevarte los libros y canjearlos por otros después de leídos.
      Al llegar, mi padre ponía las novelas en el mostrador y compraba dos paquetes de Celtas Cortos sin filtro. A veces, al darle el tabaco, aquel bibliotecario vocacional le hacía un gesto señalando la trastienda. Ese gesto tenía la virtud de alterarme, como me altera hoy la perspectiva de un buen viaje, o el reencuentro con alguien querido, la inminencia de los momentos felices. Con el estómago encogido y los dedos llenos de hormigas, seguía a mi padre a la trastienda, donde el estanquero desplegaba para nosotros solos todo el color de las novelas recién llegadas.
      Olían y brillaban como caramelos gigantes ¡Qué difícil elegir! “¿La de Estefanía nos la llevamos, no?” Yo asentía firmemente con la cabeza “¿Y ésta de la caravana ardiendo? “Mejor la del duelo…” Sopesábamos uno a uno los autores, los títulos, los dibujos de las portadas y por fin, después de comprarme alguna golosina, nos íbamos con nuestro tesoro a la calle.
      En la plaza, las farolas ya estaban encendidas con aquella luz rancia y ahorradora de los setenta. Era una luz pálida que amenazaba silencios y amarilleaba el aire. En el suelo, se dibujaban nuestras sombras, una larga y perfilada, la otra, chiquita y a medio hacer. Yo volvía a casa de la mano de mi padre, y el orgullo me acariciaba por dentro.

5 comentarios:

Javier dijo...

¡Que bien escribes, sin coba! Me trae tantos recuerdos, yo cambiaba tebeos con mi abuelo y si pudiera trasladarme en el tiempo y estar allí, se habrían mojado. ¡Enhorabuena!

PILARA dijo...

Un relato como el buen caviar; cada frase es un perla deliciosa, un placer para los sentidos; todos, porque se palpa y huele el papel de las novelas, se saboréan las golosinas, la dulzura del afecto, se ve cada escena...
Yo también cambiaba libros.

Aleizar dijo...

Precioso recuerdo. Todavía quedan algunas de esas novelas en nuestra casa de la sierra, mi padre también las leia. Es un relato de lo más evocador, que de alguna manera refleja toda una época.

Andrés Portillo dijo...

¡Te encontré, Cruz! Me lo has puesto difícil; te asomabas a mi ventana, me regalabas lisonjas y te ibas sin más. Pero al fin te hallé. Ahora te seguiré el rastro, forastera. Y me uno a Javier: ¡Que bien escribes, leches!

Anónimo dijo...

En el amor, no se tratar de contar los años que estamos juntos, sino de hacer que la felicidad que nos han dado, hable por si mismo. Felicidades