lunes, 20 de abril de 2009

EL AUTOBUS DE LAS ONCE


      Dicen algunos que la vida es puro azar. Deben tener razón, porque fue por azar que me dejé el tabaco en el despacho. Atravesé el largo pasillo hasta el ascensor, bajé siete pisos y, ya en la calle, me di cuenta que me había dejado el tabaco. Me dio pereza rehacer el camino y decidí comprarlo en la cafetería de enfrente. Iba buscando las monedas en el bolsillo del pantalón cuando reconocí su perfil de piedra antigua. Me planté delante de la ventana, mi cuerpo tenso de espera, como cuando yo era joven y ella me regalaba sus olores secretos. Se le había redondeado la línea de los hombros y su cintura era más rotunda. Recordé que comía con la avidez de un niño goloso, y sonreí al adivinar cómo había perdido las agudas aristas de su adolescencia de gacela. Una risa a mis espaldas me hizo separar la frente del cristal. Tosí para disimular mi azoramiento, y con la frente aún fría y un vacío interminable en el estómago me dirigí al encuentro de Sara.
       Extendí la mano para rozarle la espalda, pero un hombre joven con cuerpo de atleta se me adelantó y le tomó la cintura con aires de dominio. La vi sonreír, con la promesa de juego pintada en los ojos. Yo no me había movido, el brazo seguía extendido, la mano adelantada como la de un ciego sin lazarillo. Por eso fue que se volvieron los dos a mirarme. “¿Le pasa algo, señor? ¿Se encuentra bien?” Habló él, tenía una voz seca y dura, de mando. Busqué los ojos de Sara, que me devolvió una mirada de extrañeza. Unos instantes sólo entrecerró los ojos y arrugó la nariz, como cuando intentaba recordar los huesos del cuerpo o los ríos de España. La esperanza se me atravesó en la garganta y empecé a jadear. Ella me miró con lástima y me dijo “¿quiere sentarse?, ¿Le pedimos algo?”
       Llegué a la parada resoplando como un asmático, me subí al autobús de las once como un hombre agotado de sesenta y cuatro años, me senté como un viejo para el que los días ya no guardan misterios. Apoyé la frente por segunda vez esa noche en el cristal y oí a Sara cantándome al oído “Yo soy la otra, la otra, y a nada tengo derecho...” con la voz ronca de placer y de guasa. Me froté los ojos y vi a Sara desnuda, tumbada de espaldas, su cuerpo vibrante de luz. Limpié las gafas de vaho y me encontré besando las interminables piernas de mi amante, subiendo desde los tobillos, retrasándome en el hueco de las rodillas para empaparme de su respiración desbocada, de sus gemidos. Me atusé el escaso cabello y oí a Sara burlarse de mi corbata, criticando, maliciosa a mi mujer. La vi besarme con su risa de cascabel mientras me deshacía el nudo...
       La calle parecía más oscura y desconocida. Me había pasado de parada. Ahora tardaría diez minutos más en llegar a casa y Rosa estaría alterada, preocupada por cuándo debería calentar la cena. Me levanté apresurado y toqué el timbre, pero la puerta no se abrió. Le grité al conductor “¡Abre atrás, por favor!” Pero él no pareció escucharme. Se volvió y dijo “Es el final. ¿Se ha dormido, señor?” Yo miré también al único hombre que quedaba en el autobús, tenía la frente apoyada en la ventanilla y las gafas se le estaban cayendo. “No se ha dormido”, contesté, pero supe que el conductor no me oiría, y también supe que Rosa no tendría que calentar esa noche la cena.


2 comentarios:

PILARA dijo...

Te haces esperar, pero cuando llegas...
No tardes en volver y vuelve como siempre; no necesitas cambiar, sigue alegrándome el día con tus metáforas y frases poéticas.

Aleizar dijo...

Bonito cuento con amargo final para el protagonista !Qué penita morir con esa última sensación! Me sigue impresionando.