Nunca tuve paraguas para ir por la vida, quizá por eso me llovieron tantos chaparrones encima. Unas veces suavecita como llanto de madre, otras bravía y enconada de rencores, de todas formas me golpeó la lluvia, pero yo aguanté a pie firme como aguantan los hombres, como me decía mi abuela que Dios tenga en su gloria y no la deje volver.
Hoy sin embargo, tengo ganas de tumbarme en la lona, quiero oír los números cayendo sin moverme del suelo, sin levantar las manos ni girarme ni abrir los ojos siquiera para ver el brazo en alto del campeón; pero no me dejan las viejas. Son tres, están en la mesa de al lado y cuchichean lo sé, aunque no las mire, aunque tenga la cabeza hundida entre los brazos y me importe un pimiento lo que pase en el mundo. No me gustan las viejas. No me gustaba mi abuela que me llamaba Liendres y Pelillos, y me odiaba tanto que me pegaba su rabia en la piel. No me gustan sus ojos perdidos en agua, ni su risa asmática, ni sus manos venosas.
Noqueado como estoy, se me ocurre que lo mismo vienen a por mí, una Parca triple apagando la vela. Mucho rango para Pelillos que no hizo nada en la vida, mucho para el Liendres que apenas salió de la trena, que tiene cuarenta años y está solo, sin una buena mujer al lado, como predijo su abuela. Las miro ahora, sin miedo, casi con ganas. Ellas sonríen y me ofrecen un paraguas grande, negro y brillante como la noche que asoma por los cristales.
- Afuera está empezando a llover, hijo -dice la más rubia de las tres.