jueves, 30 de abril de 2009

Entre tú y yo las palabras

son como rosas de lumbre,

como chispazos de plata.

Un puente que atrapa besos

y atropella las miradas.

Un puente sobre las aguas.

Entre tú y yo las palabras

tienen aroma de horno

y tacto de lana blanda.

Son violetas que en silencio

se deshojan en la almohada,

un puente lento de gestos

que se desgasta en el agua.

Entre tú y yo las palabras

son airados toros negros

que buscan tragarte el alma,

son las heridas abiertas

a las que vuelve la daga.

Un puente inútil del todo

arrasado por la riada.

Un puente bajo las aguas.



En el centro de la noche,
con la blanda palidez de las viudas,
teje y desteje en las sombras
la muchacha que espera.
Al hombre
la distancia le apaga los recuerdos
y ni siquiera sabría ya seguir el rastro
que ella aún busca entre los lienzos.

Desde la alcoba hueca
Penélope le lanza deseos como soles ardientes
que ensarta con plegarias a los dioses,
para que un día le golpeen en la frente
con el ansia de beber
el agua fresca de sus pozos,
y así por fin, Ulises
emprenda el regreso a casa.



Pusieron verja y cerrojo a la estación.
la vida, un momento detenida,
se marchó.
En la vía,
un tren solo languidece
sin consuelo,
bajo el cielo azul del Norte.


Ya se oxidan los carteles sin destino,
sin horas, mudo se quedó el reloj.
Murió el sueño
y en el suelo
sin consuelo,
lloran los cristales de la estación.

lunes, 20 de abril de 2009

POR UN PUÑADO DE CÉNTIMOS


      A mi padre le gustaba leer novelas del oeste. Leyó cientos de ellas: de Estefanía, Silver Kane, Zane Grey, Mallorquí…A veces pienso que pasaba casi tanto tiempo cabalgando por las praderas como en casa y, desde luego, mucho más en la cantina de algún pueblo reseco que en el bar de la esquina, donde sólo acudía ocasionalmente para echar una partida de tute o dominó. Donde sí íbamos a menudo era al estanco de la plaza. El estanco era un local reducido y mágico, en aquella estancia de apenas doce metros, los apaches cortaban cabelleras mientras los forajidos robaban ganado y la cantinera se volvía loca por un sheriff recién llegado. Cierto es que con ellos convivían maestras recatadas y jovencitas díscolas que se topaban con su príncipe azul, disfrazado de albañil o de pedante notario, pero esos mundos, a mi padre y a mí nos interesaban bien poco.
     “Niña, ¿te vienes al estanco?” Yo dejaba lo que estuviera haciendo, me ponía los gorilas y la trenca de paño y me pegaba a mi padre como si fuera su aliento. No le perdía de vista mientras mojaba el peine en agua y se peinaba hacia atrás, como Tyrone Power, ni luego, cuando se abrochaba uno a uno los botones del abrigo, despacio, porque mi padre lo hacía todo así, despacio, con una concentración tranquila y cálida. Yo para entonces pegaba botes de impaciencia, pero aún quedaban mi trenca y la bufanda.
      Salíamos por fin con las novelas en la mano. Eran novelas viejas, abarquilladas y amarillentas, con las portadas desvaídas y mates, y los soles que debían agostar el desierto estaban pálidos, como rostros sin sueño. Tanta herida era consecuencia del servicio de préstamo del estanquero, que por un puñado de céntimos, te permitía llevarte los libros y canjearlos por otros después de leídos.
      Al llegar, mi padre ponía las novelas en el mostrador y compraba dos paquetes de Celtas Cortos sin filtro. A veces, al darle el tabaco, aquel bibliotecario vocacional le hacía un gesto señalando la trastienda. Ese gesto tenía la virtud de alterarme, como me altera hoy la perspectiva de un buen viaje, o el reencuentro con alguien querido, la inminencia de los momentos felices. Con el estómago encogido y los dedos llenos de hormigas, seguía a mi padre a la trastienda, donde el estanquero desplegaba para nosotros solos todo el color de las novelas recién llegadas.
      Olían y brillaban como caramelos gigantes ¡Qué difícil elegir! “¿La de Estefanía nos la llevamos, no?” Yo asentía firmemente con la cabeza “¿Y ésta de la caravana ardiendo? “Mejor la del duelo…” Sopesábamos uno a uno los autores, los títulos, los dibujos de las portadas y por fin, después de comprarme alguna golosina, nos íbamos con nuestro tesoro a la calle.
      En la plaza, las farolas ya estaban encendidas con aquella luz rancia y ahorradora de los setenta. Era una luz pálida que amenazaba silencios y amarilleaba el aire. En el suelo, se dibujaban nuestras sombras, una larga y perfilada, la otra, chiquita y a medio hacer. Yo volvía a casa de la mano de mi padre, y el orgullo me acariciaba por dentro.

EL AUTOBUS DE LAS ONCE


      Dicen algunos que la vida es puro azar. Deben tener razón, porque fue por azar que me dejé el tabaco en el despacho. Atravesé el largo pasillo hasta el ascensor, bajé siete pisos y, ya en la calle, me di cuenta que me había dejado el tabaco. Me dio pereza rehacer el camino y decidí comprarlo en la cafetería de enfrente. Iba buscando las monedas en el bolsillo del pantalón cuando reconocí su perfil de piedra antigua. Me planté delante de la ventana, mi cuerpo tenso de espera, como cuando yo era joven y ella me regalaba sus olores secretos. Se le había redondeado la línea de los hombros y su cintura era más rotunda. Recordé que comía con la avidez de un niño goloso, y sonreí al adivinar cómo había perdido las agudas aristas de su adolescencia de gacela. Una risa a mis espaldas me hizo separar la frente del cristal. Tosí para disimular mi azoramiento, y con la frente aún fría y un vacío interminable en el estómago me dirigí al encuentro de Sara.
       Extendí la mano para rozarle la espalda, pero un hombre joven con cuerpo de atleta se me adelantó y le tomó la cintura con aires de dominio. La vi sonreír, con la promesa de juego pintada en los ojos. Yo no me había movido, el brazo seguía extendido, la mano adelantada como la de un ciego sin lazarillo. Por eso fue que se volvieron los dos a mirarme. “¿Le pasa algo, señor? ¿Se encuentra bien?” Habló él, tenía una voz seca y dura, de mando. Busqué los ojos de Sara, que me devolvió una mirada de extrañeza. Unos instantes sólo entrecerró los ojos y arrugó la nariz, como cuando intentaba recordar los huesos del cuerpo o los ríos de España. La esperanza se me atravesó en la garganta y empecé a jadear. Ella me miró con lástima y me dijo “¿quiere sentarse?, ¿Le pedimos algo?”
       Llegué a la parada resoplando como un asmático, me subí al autobús de las once como un hombre agotado de sesenta y cuatro años, me senté como un viejo para el que los días ya no guardan misterios. Apoyé la frente por segunda vez esa noche en el cristal y oí a Sara cantándome al oído “Yo soy la otra, la otra, y a nada tengo derecho...” con la voz ronca de placer y de guasa. Me froté los ojos y vi a Sara desnuda, tumbada de espaldas, su cuerpo vibrante de luz. Limpié las gafas de vaho y me encontré besando las interminables piernas de mi amante, subiendo desde los tobillos, retrasándome en el hueco de las rodillas para empaparme de su respiración desbocada, de sus gemidos. Me atusé el escaso cabello y oí a Sara burlarse de mi corbata, criticando, maliciosa a mi mujer. La vi besarme con su risa de cascabel mientras me deshacía el nudo...
       La calle parecía más oscura y desconocida. Me había pasado de parada. Ahora tardaría diez minutos más en llegar a casa y Rosa estaría alterada, preocupada por cuándo debería calentar la cena. Me levanté apresurado y toqué el timbre, pero la puerta no se abrió. Le grité al conductor “¡Abre atrás, por favor!” Pero él no pareció escucharme. Se volvió y dijo “Es el final. ¿Se ha dormido, señor?” Yo miré también al único hombre que quedaba en el autobús, tenía la frente apoyada en la ventanilla y las gafas se le estaban cayendo. “No se ha dormido”, contesté, pero supe que el conductor no me oiría, y también supe que Rosa no tendría que calentar esa noche la cena.


jueves, 16 de abril de 2009

¡ESTRENO BLOG!

      Estreno blog. Es un regalo de mi amigo Javier. Javier es un mago que fabrica días de cuarenta y ocho horas. Podría sacar de su chistera conejos, palomas y hasta elefantes, pero él se conforma con sacar historias que luego nos ofrece, generoso, para que podamos viajar en una barcaza por el Nilo, o estar "a un metro de Paula", o recorrer un Madrid humilde y solidario, lleno de la luz y la ternura del niño que nos lleva de la mano.
      Así es Javier, no esconde ningún as en la manga, aunque sí disimule su condición mágica tras una voz educadísima y una sonrisa pícara. Pero a los que le conocemos un poco, no nos engaña. A veces es más difícil ver lo obvio que lo oculto, y los secretos mejor guardados, son los que están a la vista. Y ahí está el gran truco de mi amigo : en su mirada, sí. Porque ve el mundo con los ojos limpios y la buena fe completa. Desgraciadamente esto no le libra, como a tantos, de los rasguños de la vida, de las horas desabridas ni de los adioses, pero para esos malos ratos, también tiene la mejor pócima: un gran caldero de amor, unos litros de trabajo, un puñado de amigos y su gata Luna.

miércoles, 15 de abril de 2009

PUBLICACIONES, RELATOS Y POEMAS DE CRUZ CARTAS

PUBLICACIONES
AQUELLA NOCHE LLOVIERON FLORES, de Cruz Cartas, es el título del Cuaderno Literario nº 6 de la colección Tirarse al Folio, publicado por Ediciones Cardeñoso (Vigo) febrero 2009

RELATOS Y POEMAS

LIBERTAD VIGILADA


      El pájaro entró por la ventana del salón. Era un día claro de otoño, preso aún de vapores estivales, así que no debió ser el frío lo que le empujó a buscar refugio entre las pesadas cortinas. Quizás fuera el hambre, o la angustia de una libertad recién estrenada lo que dirigió su vuelo. El caso es que entró en nuestra casa por la ventana del salón.
      Oímos su aleteo urgente entre el damasco. Vimos su miedo en los giros dislocados de la cabeza menuda, en el movimiento excesivo de su pecho disparado.
- Tranquilo, bonito, que no pasa nada.
- ¡Qué asustado está!
      Un temblor verde y amarillo para el que encontramos casa esa misma mañana. Acomodamos su jaula en el cuarto de estar, en una mesa auxiliar donde antes se acumulaban libros y folletos publicitarios. Se le veía feliz.
     Entretenía las horas en un picoteo disparatado que sembraba todo de semillitas huecas, o se paraba en el minúsculo trapecio y ensayaba ruidos, trinos extraños que imitaban sintonías de la radio. Eso nos animó a enseñarle a hablar. Nos colocábamos enfrente de él, mirándole a los ojos, y repetíamos “perico, perico” una y otra vez, esperando que su pico grueso fonetizara nuestras palabras. Pero, aunque era un pájaro excepcionalmente listo, le faltaba concentración, se aburría pronto de nuestros rostros de gigante y volvía a su trapecio con aire ligeramente ofendido.
      Entonces se nos ocurrió darle la libertad vigilada. Un perico que era ya de la familia debía poder disponer de más amplios horizontes. 
      Bienvenido madrugaba a pesar del paño negro con que intentábamos negarle la mañana. Presentía el sol y comenzaba sus cantos con fuerza, como si sintiera el obligado descanso como castigo y se vengara con aquel himno discordante. El resquemor por el sueño interrumpido nos hizo olvidar las advertencias maternas y, cerrando la puerta del cuarto, abrimos la de su jaula. De inmediato dejó de cantar, se quedó quieto, los ojillos vigilantes. Ya habían pasado cinco minutos cuando se animó a salir, comenzó entonces un vuelo ligero que le llevó directamente a estamparse contra los cristales. El golpe seco le hizo caer detrás del sofá, pero no habíamos llegado al rescate cuando él ya salía intentándolo de nuevo. Y de nuevo el golpe sordo. Le llamamos con angustia, asustadas de sus torpes intentos que le iban a dejar tarado sin duda de por vida, si es que no moría estrellado contra aquel engañoso cielo. Pero, después del cuarto intento, él se quedó encima del sofá, las garras afianzadas en la pana, el porte altivo, la mirada llena de astucia. Luego fue caminando hasta la esquina, un pequeño salto le llevó al aparador, carrerita corta con las alas bien pegadas al cuerpecillo rechoncho y un último esfuerzo que le dejó sin accidentes en la jaula. Entró, bebió agua y observó nuestras caras de susto. Hizo un pequeño movimiento, como requiriendo nuestra atención, y posándose de nuevo en el borde de la puerta la picoteó hasta que consiguió que la cerráramos.
      Renunció ese día a los azares de la libertad y si encontraba abierta la salida, sólo daba vuelos cortos o paseos del sofá al televisor o a la mesa, después volvía a su jaula y picoteaba la puerta.


SONETOS


SONETO I

Abandono
Huérfana te has quedado de pisadas,
llena sólo de sueños incompletos.
Mudo corazón, vano esqueleto
que aún ayer se esponjaba entre miradas.
Con clavos las ventanas bien cerradas,
crucificando los vacíos quietos.
Hasta el aire se descubrió sujeto
en la pálida niebla de la nada.
La nostalgia se enreda en tus umbrales
filtrándose tenaz, como los ríos,
tiñendo de verdín los barandales.
Y anidan en la hierba los cristales
como gotas inmensas de rocío.
Como llanto de amor, como puñales.



SONETO II

Tu boca
No hay otra primavera que tu boca,
refugio donde curo mis heridas.
Granada abierta, puerta de la vida
cálido sol que alumbra cuanto toca.
No hay otra primavera que tu boca,
que tu voz de canela florecida,
que el pomar de tu labio donde anida
tu risa, que todo lo trastoca.
Irreverente, me hundo en la frescura
del beso que promete el labio ardiente
de tu boca de virgen niña y pura.
Voy, amor, abocado a la locura
de perderme en tu lengua y en tu diente
como un niño se pierde en la espesura.



SONETO III

Insomnio
Implacable reloj de mis desvelos
que en la noche desgranas los segundos
impidiendo mi entrada en otros mundos,
y dejándome viuda de consuelos.
¡Oh!, cruel reloj, que mata mis anhelos
de encontrar un descanso más profundo
y con tu voz me burlas nuevos cielos,
amores y alegrías más fecundos.
Has tornado la noche en pesadilla
y vestido el silencio de locura.
Has roto la liviana arquitectura
del sueño, constructor de maravillas,
con la turbia intención, estoy segura
de seguir reinando en la negrura.



SONETO IV

Del amor
Como ladrón furtivo en casa ajena
tu amor, que me pilló desprevenida.
Como de hierro y seda la cadena
que me liga a tu vida de por vida.
Pero aún siendo tan dura la condena,
ni soñar me permito con la huída.
Tú besas otra boca y yo a la pena,

la disfrazo tenaz de bienvenida.
Que venga tu mirada a despertarme,
que se pierdan mis dedos en tu pelo,
que me quemen tus manos en la tarde.
Que no deje amor de maltratarme.
Que si yo con mis manos toco el cielo,
es sólo si tú vienes a besarme.



SONETO V

Miguel Hernández
Estoy pensando en ti, Miguel, que eras
como una enamorada calentura,
triunfo de la luz en la amargura,
pura nostalgia de las primaveras.
Siento el dolor de que te nos murieras
como un beso sediento de hermosura;
agua tu voz, que en mar se transfigura,
tu voz, pena llorada por panteras.
Busco entre tus hojas la alegría,
voy arañando la herida y el llanto
para robarle a la tristeza un día.
Y cuando cierro el libro, ya me quedo
con la esencia feliz de aquel tu canto
y tu vida de amor, negando el miedo.






MARÍA MARTILLO ( Relato del libro colectivo "Encuentros en la Parisiena" )

      Nadie imaginaría al verme cantar en misa, tan estirada y seca, que hubo un tiempo en que mi voz sonó arrabalera para una parroquia mucho menos escogida. Pero las noches turbias y los tugurios formaron parte de mi vida, fueron mi vida, cuando yo me hacía llamar María Martillo, la puta más pinturera de San José. De aquella época apenas me queda el mordisco del frío en los huesos y una tendencia a amanecer cuando el sol está muy alto. Por lo demás, nada me distingue del resto de damas virtuosas que frecuentan el salón de té y los rastrillos de caridad.
      Poco queda de lo que fui. Ni rastro de las violentas “pinturas de guerra”, los encajes y las sedas. Nada de abalorios ni de brillos. Visto discreta, negro, gris marengo. Una vuelta de perlas, un solitario mínimo y perfecto.
      En el destierro también el ron oscuro y dulce, el picante tequila, los cigarrillos turcos y su carga de misterio. He dejado de ser puta, mi primavera se agostó entre tanta boca ajena, tantas manos exigentes y tanto cuerpo premioso. No me arrepiento, a mí me gustaba mi oficio. Pero añoro la carne tersa y prieta, el brillo del pelo, la picardía de los ojos. Y, sobre todo, el olor del deseo y la mirada de cazador que se les pone a los hombres ante una hembra dispuesta.
      Nadie se acerca a mí desde que murió mi fabricante de colchones, el industrial de pro que me cambió la imagen y el futuro. Le anduve buscando muchos años, a sabiendas de que todo cuesta un precio. Le encontré en una noche lúcida y me pegué a él con constancia de rémora. Sin darle tregua ni descanso hasta que la alianza se encajó en mi dedo.
      Era un buen hombre, cortito, escaso de imaginación y atrevimiento, pero bueno. Lo malo es que su herencia, además de unos buenos activos financieros, incluyó también esta armadura que me oculta, esta respetable capa de fineza que me niega la alegría de un buen polvo.
      ¿A qué negarlo? Ya me llegó el otoño.
      Sin embargo, hace unos días, tuve un encuentro más bien primaveral, que me llenó de esperanza y pude sentir de nuevo que la sangre me rebullía por dentro. Encontré a Manolo. Ya sé que su nombre no dice gran cosa, que lo lleva mucha gente. Pero este Manolo fue sólo mío cuando yo todavía sabía enamorarme. Era pintor y pobre y a menudo le compraba los lienzos con el saldo de la noche. Ël dibujaba las líneas de mi cuerpo y quería rescatarme, pero a mí se me antojaba que la vida se pisaba más fuerte con una buena alfombra y no quise perder la cabeza. Unos años después quemé el último retrato que me hizo, porque se me veía el amor en los ojos y la melancolía no casa bien con este oficio.
      Y ahora está aquí y esta tarde voy a verlo. Expone su obra en el Círculo. Sigue siendo un poco pobre, desde luego no podría pagar con la venta de sus cuadros ni los minúsculos pendientes que ahora me prendo en las orejas. Pero yo ya pagué por tener el futuro bien cubierto.
      Manuel está de espaldas, su cintura sigue siendo estrecha y la camisa que lleva no oculta la firmeza de sus brazos. Se vuelve y mira distraído. Sus ojos pasan de largo. Yo estoy quieta y he empezado a temblar sin quererlo. Noto cómo se me acumulan las arrugas y las grietas, cómo se me descuelga el pecho y me brotan las varices. No me ha conocido... si no me conoce...! Pero entonces alguien reclama su atención, le toma del brazo, le acerca hasta mí.
      -Quiero presentarte a la señora de Bolaños, María..
      Me roza la mejilla y remata en mi oído el nombre de guerra, Martillo. Le revienta la sonrisa en la cara de cazador. Apenas atino a murmurar un ronco “encantada” con la voz arrabalera de mis mejores años.